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martes, 12 de febrero de 2008

"Las fotografías nos ayudan a recordar momentos, a reencontrarnos con gente que ya habíamos olvidado, y a pensar en cómo han cambiado las cosas desde aquel día."

sábado, 22 de diciembre de 2007

Nueva York (Abril/Mayo 2007)

Police Station at Meserole Ave. (Brooklyn)


Washington Square (Manhattan)


Dean & Deluca (Soho)


Central Park (Manhattan)


Cheyenne Dinner (Manhattan)

sábado, 15 de diciembre de 2007

Bus-stop too far from heaven

Porque el paraíso está al otro lado del océano. Porque allí no existen los problemas de aquí. Miento, sí que existen, pero están demasiado lejos. Porque allí hay que vivir al día. Porque allí no puedes pararte. Porque allí, si te paras, desapareces. Lo único que necesito es un cuaderno y un bolígrafo, un café y sentarme frente a la ventana por delante de la cual pasa el mundo. Lo único que necesito es la sonrisa de una joven que me mira camino de la universidad. Lo único que necesito es un poco de tiempo y libertad. Lo único que necesito es que me quieran como yo a su vez quiero. Lo único que necesito es no temer al dolor.

viernes, 18 de mayo de 2007

R.E.M. - Leaving New York

It's quiet now
And what it brings
Is everything

Comes calling back
A brilliant night
I'm still awake

I looked ahead
I'm sure I saw you there

You don't need me
To tell you now
That nothing can compare

You might have laughed if I told you
You might have hidden A frown
You might have succeeded in changing me
I might have been turned around

It's easier to leave than to be left behind
Leaving was never my proud
Leaving New York, never easy
I saw the light fading out

Now life is sweet
And what it brings
I tried to take
But loneliness
It wears me out
It lies in way

And all not lost
Still in my eyes
The shadow of necklace
Across your thigh
I might've lived my life in a dream, but I swear
This is real
Memory fuses and shatters like glass
Mercurial future, forget the past
It's you, it's what I feel.

You might have laughed if I told you (it's pulling me apart)
You might have hidden a frown (change)
You might have succeeded in changing me (it's pulling me apart)
I might have been turned around (change)

It's easier to leave than to be left behind (it's pulling me apart)
Leaving was never my proud (change)
Leaving New York, never easy (it's pulling me apart)
I saw the light fading out
You find it in your heart, it's pulling me apart
You find it in your heart, change...

I told you, forever
I love you, forever
I told you, I love you
I love you, forever
I told you, forever
You never, you never
You told me forever

You might have laughed if I told you
You might have hidden the frown
You might have succeeded in changing me
I might have been turned around

It's easier to leave than to be left behind (it's pulling me apart)
Leaving was never my proud (change)
Leaving New York never easy (it's pulling me apart)
I saw the life fading out (change)
Leaving New York, never easy (it's pulling me apart)
I saw the light fading out (change)
Leaving New York never easy (it's pulling me apart)
I saw the life fading out (change)

viernes, 20 de abril de 2007

"Ciudad de cristal" de Paul Auster

"Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo."

viernes, 6 de abril de 2007

“Brooklyn Follies” de Paul Auster

Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.

miércoles, 4 de abril de 2007

"Nueva york" de Eduardo Mendoza

"Llegué a Nueva York casi por error. Yo había solicitado un puesto en un organismo internacional, concretamente en las Naciones Unidas, en la creencia de que si lo obtenía podría elegir mi lugar de destino. De haber sido así, probablemente habría optado por Ginebra, con la intención, una vez allí, de abrirme paso hacia París o Roma, dos ciudades que entonces, como ahora, me parecían fascinantes por muchas razones. La verdad es que nunca había pensado que en algún momento de mi vida pudiera irme yo a vivir a Nueva York, aunque siempre he sido persona inquieta, propensa a cambiar de residencia y de oficio con cierta periodicidad y a fabular siempre. Pero, como digo, Nueva York no entraba ni en mis planes ni en mis ensoñaciones. Ni siquiera había pensado visitar esa ciudad como viajero. Más aún: antes de pedir y obtener el puesto en las Naciones Unidas a que me acabo de referir, había escrito una novela, que fue publicada posteriormente y en cuyo desenlace el protagonista, falto de medios y de alternativas, emigraba precisamente a Nueva York. Con esto quiero decir que cuando escribí esas páginas Nueva York era para mí un confín del mundo, el símbolo del destierro y el marco idóneo, por consiguiente, para un desenlace triste. Enfrentado sin embargo a los hechos y falto a mi vez si no de medios sí de alternativas que me ofrecieran el aliciente necesario, decidí hacer de tripas corazón, aceptar el trabajo que me ofrecían en Nueva York y procurarme un traslado a otro sitio lo antes posible. En Nueva York no conocía a nadie y mi falta de interés previo había hecho que mi ignorancia respecto de esa ciudad fuera absoluta. Sólo sabía lo que había oído contar y lo que reiteradamente relataba la prensa: historias de crímenes y violencias. Tampoco sabía o sabía de un modo muy superficial que Nueva York estaba atravesando en esas fechas por una crisis financiera sin precedentes.

Llegué por consiguiente a Nueva York con un montón de tópicos por bagaje. Si hubiese emprendido el viaje unos años más tarde, estos tópicos, sin dejar de serlo, habrían tenido un signo radicalmente distinto. En los años que siguieron a mi llegada, Nueva York superó la crisis y pasó de ser la escoria de las ciudades a ser la ciudad por antonomasia, la ciudad de moda. Yo tuve oportunidad de ser testigo de esta metamorfosis, pero quien espere encontrar en las páginas que siguen una explicación coherente del fenómeno se verá defraudado de plano: ni sé qué pasó ni sé por qué las cosas tomaron ese sesgo y no otro. Cuando llegué a Nueva York había barrios en los que sólo habitaban las ratas. Hoy las celebridades de todo el mundo pagan fortunas por adquirir un apartamento en ese mismo sector. Naturalmente, los que previeron esta evolución con tiempo amasaron verdaderas fortunas. Éste no fue mi caso, como es obvio. Si algo tuve, lo dejé perder. La verdad es que lo que ocurría en Nueva York me resultaba indiferente. Durante dos años no tuve otra idea que salir de allí y removí cielos y tierra para conseguir un traslado a Europa. Cuando por fin llegó ese traslado me di cuenta de que no podía dejar Nueva York. Yo fui el primer sorprendido, pero ante la evidencia no me cupo otra solución que renunciar al traslado, quedarme allí y volver la mirada hacia aquella ciudad que de un modo tan inesperado me había atrapado sin que yo me diera cuenta."

viernes, 30 de marzo de 2007

"Apunte de paisaje" de José Hierro



Las nubes puestas a secar al sol.
Los ciruelos condecorados por la primavera.
Abril, de manos húmedas,
acaricia la frente de los arces.
La lengua púrpura del atardecer
lame la curva de las lomas de plomo
y las convierte en carne tibia.

Todo ha sido creado
para mayor gloria del viento del oeste
que despeina las aguas del lago.
(Más allá, la ciudad, desplegadas las velas de cemento
navega hacia su olvido, noche, sueño, nunca.)

viernes, 9 de marzo de 2007



Virgin Atlantic Airways (VS45)
Salida: Heathrow (Londres) Sábado 21 Abril 2007 a las 14.00h
Llegada: John F. Kennedy (Nueva York) Sábado 21 Abril 2007 a las 16.40h

domingo, 4 de marzo de 2007

"El cuento de navidad de Auggie Wren" de Paul Auster

Si un escritor me ha cautivado en los últimos años, ese ha sido Paul Auster. Las dos últimas obras que he leído de él ( "La noche del oráculo" y "Brooklyn follies" ) son dos novelas magníficas.

Y todo empezó para mí con "Smoke", la película que realizó Wayne Wang junto con Paul Auster. Wang leyó el cuento de navidad que Auster publicó en el New York Times una mañana de navidad de principios de los noventa, y no paro hasta conseguir que Auster se involucrara en escribir un guión basado en ese cuento. Si al talento de Auster y Wang les añadimos los de Harvey Keitel y de William Hurt, el resultado no podía ser otro que una extraordinaria película que os recomiendo ver, así como os recomiendo los libros de Auster; sobremanera los dos anteriormente citados y la "Trilogía de Nueva York".

A continuación extraigo el cuento tal y como se publica en "Smoke & Blue in the face". Disfrutarlo.

"El cuento de navidad de Auggie Wren" de Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sándwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

viernes, 9 de febrero de 2007

N.Y.(II): Crisol


"En Nueva York me sentí como en casa porque todo el mundo me parecía raro, más raro que yo. La luz neoyorquina resalta las aristas y los recovecos del carácter y traza perfiles singulares."
"Historias de Nueva York"(frag.) de Enric González


Fotos para el collage: J.O.Holmes

miércoles, 24 de enero de 2007

N.Y. (I): los años que acaban en 7

photo: J.O.Holmes


Los años que acaban en 7 tengo una cita con Nueva York. La atracción que siento por esa ciudad me viene de un amigo de mis padres que vivió en esa ciudad cuando yo era un chaval. En 1987 fue mi primer viaje al otro lado del océano atlántico. Con 16 años vivir un mes en esa urbe que tantas veces has visto en el cine y en la televisión hace que se meta en tu interior de forma definitiva.

photo: J.O.Holmes

El azar, el destino o el factor "X" hizo que en 1997 volviera a vistarla. Es igual con qué ánimo llegues allí. La energía que inunda las calles te carga de adrenalina. Cualquier rincón de cualquier calle, cualquier persona en cualquier plaza, puede sorprenderte grata o desafortunadamente, porque Nueva York puede ser un paraíso o un infierno solo cambiando de esquina.


photo: J.O.Holmes

2007 ha llegado. Quedan doce meses para encontrar fecha.